I let my skin get too thin
Una de las cosas que más odio de mi misma es lo personales que dejo que se pongan las cosas.
Cuando conozco a alguien, hombre o mujer, me vuelco con todo el corazón a querer y hacer feliz a esa persona.
Y, claro, la mayoría de las veces termino sufriendo.
¿Por qué?
Simplemente, porque por lo general la gente no tiene tan altas expectativas acerca de nuestra relación, y la dejan estar.
O, lo que es peor, es que, viendo mi disposición y entrega, se suben por el chorro y se aprovechan.
Pero...
Me rebelo frente al hecho de que quizás sea yo la que tenga que cambiar.
Me niego a convertirme en una cabrona sin corazón para no pasarlo mal.
A ser dura, pesada o indiferente para no involucrarme tanto.
Así que me sigo desnudando frente a los demás. Sigo confiando, abriendo las puertas de mi casa, de mi vida, de mis sentimientos, de mi manera de ser, a los demás.
Bueno, es así también como he conseguido los mayores gozos y experiencias notables.
Y lágrimas. Miles de ellas.
La semana pasada, sin ir más lejos.
No quiero entrar en detalles acerca del quién y el cómo...
Lo único que puedo decir es que, de todos los sufrimientos que conozco, el que más me llega, el que más me duele, el que más me destruye, es el de querer y no ser correspondida, o el de querer y darme cuenta de que esa entrega solo es mal utilizada.
Y no estoy hablando de dar sin esperar nada a cambio. Estoy hablando de dar y ser, al menos, respetada de vuelta.
Me siento rara.
Porque no quiero volver a sentir lo mismo, nunca más.
Pero algo me dice, que mientras siga adelante, porfiadamente, con esta manera de enfrentar la vida, un poco naive de mi parte, lo que hay hasta ahora es lo que ha de venir muchas veces más por delante.
Quizás sea un precio justo a pagar por atreverme a ser tan distinta a los demás.
Y, sobre todo, fiel a eso mismo.