Rituales modernos
Unos días atrás me llamó un antiguo conocido para invitarme a un matrimonio.
Me cargan los matrimonios. Siempre la misma música, la misma comida, los mismos rituales, la misma falsa diversión encapsulada. Si no eres la novia o el novio, o uno de ambos es uno de tus mejores amigos o hermano, la escena tendrá poco de excitante y mucho de dejà vu.
Ahora faltan menos de dos horas para que el personaje en cuestión me pase a buscar, y trato de ver esta situación con nuevos ojos. Los matrimonios son especies de catársis para adultos aburridos y atrapados en sus rutinas apestosas. Sino, ¿cómo se explica la gran cantidad de viejos verdes alcoholizados, bailando como si los acabaran de desecadenar del sótano, en el centro de la pista de baile? ¿Cómo justificar los ríos de alcohol, los kilos de comida, la música estridente invadiendo sin misericordia los pabellones auditivos de cada uno de los presentes?
Miro hacia mi cama y veo los elementos de mi disfraz dispuestos sobre ella, listos para cubrir mi lata y falta de expectativas. En pocos minutos más me pondré medias (cosa que hago cada un par de meses únicamente), mi vestido hindú de gasa, me pintaré los ojos de negro y saldré a la fiesta con la extraña sensación de que hoy, más que nunca, la pista de baile será para mí también lugar de desahogo y distracción.
Quizás y hasta me agarre el ramo. Pero eso, ¿A quién le importa? Ciertamente, a mí no. Si lo hago, será para reírme descaradamente de la decepción de muchas de las jovencitas presentes que se pasean con enormes vestidos de novia en sus minúsculas carteras. Con la ilusión de unirse pronto a la larga cadena en que este momento se repite una y otra, y otra vez...
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